martes, 15 de septiembre de 2009

De los parques, los bares y la fortuna del rumbero

Por José Fernando Perilla

Lo más esperado de Jazz al Parque es cosa del pasado. En su conjunto, el desarrollo del festival reunió charlas, talleres, ruedas de negocios para que los músicos subsistan y por supuesto conciertos desarrollados en dos jornadas, los días 12 y 13 de septiembre. Hubo de todo. En ese sentido se cumplieron los propósitos expresados por Maria Claudia Parias, directora general de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, quien en la introducción a una ilustrativa cartilla dedicada a la programación, plantea los festivales al parque como “escenarios donde se valida la diversidad, la inclusión y la interculturalidad”.

Al decir que hubo de todo, me refiero tanto a la música como al público. Por lo mismo y tanto cosas que gustan y que disgustan, según por dónde se le coja al toro. Cuando volví a mi casa luego de medio concierto del “Groove Collective”, agrupación final, cedí a esa tentación humana de tenerlo todo cuantificado y bien clasificadito. Así que lista en mano hice cuentas de cuántos me habían gustado de los que vi, para tener un balance objetivo de mi experiencia en el festival.

Basura. No digo que sea imposible, habrá quien logre generar esos acertados juicios de valor en torno a las intervenciones de cada grupo en particular y un consolidado del festival en general (son pocos los que lo hacen en este país). Pero aquí prefiero irme por la fácil sencillez de la “opinión” (de lo contrario me puede pasar algo, uno nunca sabe). Además, como reza la canta, “todos estamos implicados”, mucho más este servidor que prestó sus opiniones al comité asesor del festival, con mucho gusto y orgullo por cierto.

Así las cosas y para ser más ilustrativo, les digo honorables lectoras que, cumpliendo con otro firme propósito de la filarmónica, lo que más goza uno de estos festivales, efectivamente, es el encuentro con otros ciudadanos. Sobre todo en los intermedios entre concierto y concierto cuando pulula la rajadera y los discursos en torno a lo que debería ser y no ser de la música en Colombia, pero que misteriosamente, habiendo tanto sabio por ahí, sigue y no sigue siendo.

Hasta Chávez y Uribe pasaron un rato en la cámara ardiente del murmullo. De ahí para arriba, cada uno de los músicos participantes tuvo su cuarto de gloria y su condena en el infierno de la sabiduría popular. Yo por supuesto aporté mis reflexiones circundado por personas cercanas entre las cuales lo máximo que puede pasar es no estar de acuerdo. Pero eso es muy raro, porque entre amigos con afinidades en gustos musicales, fácilmente se llega a consensos.

Por eso ahora quiero reproducir algunas de mis opiniones y algo de lo que recuerdo haber escuchado de la masa. Para ver si alguien opina diferente a mi pequeño círculo y ofrece, si se anima, una perspectiva alterna a la de este difusor. Vuelvo a mi tentativa cuantificadora solo para contarles que no pude verlo todo. Lamento haberme perdido algunos de los que me perdí, otros sencillamente se me escaparon y ya. Así que me referiré solo a algunas cosas que llamaron particularmente mi atención.

I.

En Colombia debería haber un museo de la música, con exposiciones constantes de discografías, rarezas así como afiches de grandes conciertos, archivos de audio y video con anuncios de fechas musicales memorables, archivos de prensa, videoclips, algo así como lo que hicieron una vez en el museo nacional con el rock, pero constante. Y de todo tipo de música. En ese museo, con juegos para niños y grandes, con entrada libre y con un bonito bar, debería haber una tarima con back line para que constantemente tocaran todos los pioneros.

El bar que fuera a la usanza de las épocas, como el de la escena memorable de “Pulp fiction”. Y que los pioneros se sintieran “en su salsa” y uno de paso se dejara contagiar. Una reproducción fidedigna de alguno de todos esos bares que siempre se mencionan con nostalgia. Tal vez así estos músicos no tendrían necesidad de empeñar el saxofón, como tristemente lo reconoció alguno de los homenajeados en el momento de recibir su placa memorable.
Quizá de esa forma tendrían espacio los pioneros para continuar expresándose de manera recurrente, ejercer su profesión como es debido y evitar ese rompimiento generacional que no permite que en Bogotá las jóvenes generaciones acepten con mayor agrado lo que hacen en el escenario (cada-casi-nunca) aquellas luminarias, y que al mismo tiempo no les permite a aquellos dejarse contagiar de las nuevas sonoridades. Tal vez de esa manera, uno sentiría que no está visitando un museo a la usanza decimonónica, con inamovibles vitrinas, sino que esta recogiendo de verdad los frutos y las experiencias del pasado de manera provechosa.

Julio Arnedo es un pecador. Un hereje. Andaba yo en una ocasión circulando por los camerinos del Teatro Colsubsidio “Roberto Arias Pérez”, en espera de una de las presentaciones de los “Veteranos del Caribe”. Algunos murmuraban, como siempre, en torno a la “salida del estilo” que minutos antes había cometido el emérito patriarca. Resulta que en la prueba de sonido Arnedo el padre se había despachado un solo infernal que nos dejó a todos posesos de una sensación de libertad algo peligrosa en su virtud revolucionaria.

En mi gusto, eventos de esa naturaleza han calado hondo y atribuyo a su efecto malévolo que cuando me encuentro con ejecuciones tan determinantemente impecables, cuasi angelicales, como traídas directamente del paraíso para deleite del inmundo, pues no me gusten. Es lo que me pasó, por ejemplo, con propuestas como la de Greg Diamond, que como su nombre lo indica, brilla por su pulcritud e irrompible tesón en el momento de abanderar el virtuosismo y la limpieza. Tal cual, fue impecable, como los costosos diamantes.

II.

Por otro lado estuvo la mano negra, la del carbonero, la sucia mano negra. De no ser porque en el bar “El Anónimo” todo es de ese mismo color, la indolente hubiera dejado miserables las paredes cuando algunos días antes se le vio salvaje en el escenario. El jueves 10 de Septiembre de 2009 hubo una noche memorable en ese oscuro lugar. Algunos de los músicos más contestatarios de la capital se reunieron para compartir escenario con algunos de los músicos más contestatarios del festival Jazz al Parque. La música contestataria estuvo a cargo del cuarteto de Ricardo Gallo y de remate, “The Cheap Landscape Trío”, liderado por Sebastián Cruz. Ambos colombianos, ambos de visita desde Nueva York. Contestatarios.

Para que no se doble la rama, diré de Gallo tan solo que fue como estar viendo “The song remains the same”. No como en estática vitrina por supuesto, pero en esencia, the same. Cruz por su parte, es el director musical y guitarrista de la banda de Lucía Pulido, invitada internacional del festival en cuestión. Asomaron por estas tierras el par de exiliados en compañía de Ted Poor, batería, Adam Kolker en el clarinete y el bajista Stomu
Takeishi, que se pone a tocar descalzo y como en pijama. Cochino.

Si, cochino, inmundo, pecador condenado. “A quien le guste el raga indú, el punk y el vallenato...” fue la manera en que Sebastián invocó los mil demonios en el bar. Y estos tres, Cruz, Takeishi y Poor, parecían como las malas ánimas quemándose en el infierno. ¿Que si eso era jazz? Yo creo que si, pero no sé, no me atrevo a asegurarlo. (Me puede pasar algo, uno nunca sabe). Lo cierto es que estos tres dementes, con o sin jazz, fueron los invitados. Y la propuesta de Lucía, jazz o no jazz, estuvo en el festival y fue un gran logro.

Sé que Jeannette Riveros, coordinadora general del festival, hace rato quería traer a la señora Pulido. Mucha gente quería verla y como ella misma lo dijo, llevaba 15 años haciendo música en la meca del jazz y nunca habíamos visto nada y casi ni escuchado, porque tristemente de sus discos ninguno se consigue en Colombia. Por eso en las sesiones del comité asesor hubo discutido consenso en el momento que su nombre desfiló por la pasarela de propuestas.

El primer canto de Lucía, inspirado en las expresiones musicales asociadas a las labores del campo en las llanuras ganaderas de Colombia, despertó no solo los aplausos del público, si no también un sol radiante que parecía como dándole la bienvenida luego de un buen rato de nubes inciertas. Un incauto papel brillante sobrevoló al público mientras Takeishi, de nuevo en pijama, daba muestra de una expresión fresca, sin las ataduras de formalismos recurrentes, eso que llaman clichés. Su juego era como el de ese papel, bello y sucio, rebelde. “¿Por qué me pega?” fue como una canción mandada a hacer para el momento.

Y así continuaron “Canoa Rancha”, “María en el mar”, “El niño quiere”, “Yo no tengo quien me quiera”, esta solo con bajo y voz en una atmósfera difusa que logró esa melancólica esencia de la música negra, con textos de otro condenado, Manuel Mejía Vallejo. Finalmente un vertiginoso fandango, “Déjala llorar”. Son canciones que se incluyen en el disco “Luna Menguante”, pero de seguro podrían haber sido muchas otras. En el pasado, Lucia recibió de manos de Manuel Zapata Olivella un casette cargado de tradición. Dos condiciones le impuso el emérito maestro: disfrutar y aprender.

Puede considerarse entonces una deuda cancelada, además con intereses, representados en un público entusiasta que expresó con sus aplausos estar en esa misma coordenada.

III.

Tuve que ausentarme justo para “Migthy Groove” y logré volver solo para el final de Adrian Iaies. “Un músico de jazz”, es como se denominó este argentino en entrevista concedida a Deysa Rayo en la emisora. Yo de metiche le había preguntado por el tango y por la temible libertad de la actualidad musical en el mundo. Él insistió en no pertenecer a la raigambre tanguera, insistió en abanderar con cada disco los ideales del jazz. Yo, al escuchar las piezas finales de su concierto, entendí lo tonto de pretender andar alineado con una denominación.

Aquí cualquier hippie resulta siendo un punketo y hasta el “calvo con botas” la pasa encantado en jazz al parque. Y gracias a dios, de lo contrario pensaría yo en volver a la caverna. No nos entendimos muy bien con Iaies al conversar por la emisora. Y aún sigo sin entender muchas cosas. Curiosamente la confusión de una pregunta dio pie para una gran respuesta en la que definitivamente se estableció la creatividad como la salvación del ser humano.

Al final de su concierto uno de los sabios se acercó y me dijo: “Me quedo con Mighty Groove, esos pelados proponen nuevas cosas, me parece mejor que este jazz mamón...”. Cambiamos de tema al rato pero yo quedé pensando que no, que no era mamón, y lo que no entiendo es cómo ese estilo tradicional, de manera misteriosa, suena actual. Y más me confundo cuando escucho cosas que sí me suenan aterradoramente anquilosadas. ¿Qué es, por el altísimo, qué es lo que sucede en un acorde, en una melodía, en una letra, en un mínimo gesto, un ruido... qué es lo que avanza con vitalidad en la música?

IV.

Antes de que terminara “South People” estaba por fuera una vez más. A lo último me ofrecieron una boleta para ver a Ronald Carter en el Teatro Libre y opté por perderme el concierto de Rik Mol. Al día siguiente el guitarrista de la joven banda bogotana me corchó al preguntarme cómo me había parecido su concierto. Cobarde le conteste que muy bueno. Me remató al puntualizar sobre la cantante que salió al final y en el desubique yo ni siquiera recordaba qué había sucedido.

Ahora le ofrezco disculpas públicas. La verdad presté atención al concierto de “South People”, pero la perdí al poco tiempo y seguramente cuando ella se paró en el escenario, yo me encontraba parqueando en Chapinero.

Tampoco pude llegar temprano a “Head Quartet” (descaro, perdónenme por favor, debo ser sincero). Pero alcancé a ver y escuchar una Big Band Siglo XXI latinoamericano sin fronteras en tensión. Deberían volver a invitar a la “Simón Bolivar” para celebrar el bicentenario (risas pregrabadas). O mejor, debería tener Colombia una propuesta así de atrevida, que en su repertorio primaran las obras nuevas de compositores nuevos y que de golpe grabaran un disco para que supieran sus integrantes que de esa forma jamás se van a ganar un grammy.

“Audiotrópico” me recordó tangencialmente la sensación que tuve con la presentación de “Puerto Candelaria” un año atrás. Coincidieron en su intención de “levantar” al público. La diferencia, además de musical por supuesto, es de experiencia. “Audiotrópico” es una banda joven, igual que “South People”, de la que esperamos desde ya su anunciado primer disco (de “South People” señoras, “Audiotrópico” lo publicó en el 2007).

Me gustó ver que la gente se entusiasmó con estos jóvenes bogotanos. Algunos atrás incluso bailaron con un frenesí sorprendente, parecían escuchando el Sonido Bestial. Yo por mi parte estaba haciendo “mala jeta”. Pero el tonto es uno que quiere que todo los grooveros suenen de una vez como “Medeski, Martin and Wood”, y eso nunca será así. Yo creo que tanto a “Audiotrópico” como a “South People” les queda, no todo, pero si buena parte de un camino muy difícil. Porque cuando lo nuevo es la única consigna los resultados pueden ser o no ser satisfactorios. Pero cuando decide uno meterse con estilos de tan amplio reconocimiento, me refiero al funk, a la timba, al hip hop, entre otros, tiene la responsabilidad de salir con algo por lo menos, igual de bueno a lo anterior.

Por eso insisto en que debería haber un escenario constante para los pioneros. Porque muchas cosas aquí ya sucedieron, pero se olvidaron. Y poderlas ver constantemente sería sin duda la mejor escuela. Como cuando uno tiene de nuevo la oportunidad de ver a Claudia Gómez o a Antonio Arnedo. Ellos no son de los pioneros, pero tampoco la vanguardia. Y entre lo uno y lo otro es peligroso que sus experiencias caigan en el olvido. A diferencia de los pioneros, cada uno de ellos cuenta con una nutrida discografía. Eso es muy favorable. Lo triste es tenerlos en concierto tan rara vez.

V.

Claudia Gómez se presentó en Bogotá de manera recurrente más o menos en el momento que publicó su disco más reciente, “Majagua”, cerca del año 2005. Verla cantar en bares solo con su guitarra, en el Teatro Colón junto al “Colectivo Colombia” dirigido por Arnedo, o verla en trío junto a las voces de Paula Ríos y Victoria Sur, son experiencias que reposan en mi memoria con honores. Pero tengo la sensación de que poco a poco se van quedando en el pasado.

Y esa iniciativa de Arnedo, el “Colectivo Colombia”, que tristemente no prosperó con mucha fuerza, sin duda sería mucho más efectivo que montar las canciones para el concierto de “Jazz al Parque”. Recuerdo a Claudia junto a Puerto Candelaria, a Guafa Trío con Curupira, y al mismo Arnedo improvisando sobre la base de esta banda bogotana, que también se va quedando y se va quedando...

Fue muy grato ver a Claudia Gómez en el festival. Una voz madura, de la que pueden tomar muy buen ejemplo las demás vocalistas que desfilaron por la tarima. Esta mujer encarna una generación a la que le tocó más difícil. La muestra está en los escasos discos de jazz que se conocen de los 80 y los 90. Sus acompañante, por ejemplo, Germán Sandoval, “vaca sagrada” del desarrollo de esta práctica en el contexto nacional, aún está luchando por sacar su producción en condiciones ideales que él con justo empeño desea para plasmar su música, pero que tristemente en este medio difícilmente llegarán.

VI.

Un comentario de otro sabio despertó mi risa y una nueva reflexión. “Arnedo se volvió a hechar el cuento del clarinetista loco...”. Éste lo recibí al volver con afán al festival. También me perdí la presentación de Arnedo en Jazz al Parque, pero pude verlo en el Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional de Colombia, el mismo día de la mano negra referida.

En el “León” no se hecho ese cuento. Se hecho otro, se hecho el cuento de su música, una de las más queridas en el escaso panorama del jazz colombiano. A muchos les molesta que Arnedo “siempre toque lo mismo”. A mi no. A mi no porque creo que puedo contar con los dedos de las manos las ocasiones en las que he podido verlo en escena y además sus discos me gustan. Su música me gusta y su humor no es tan bueno, pero juega bien con el resto de sucesos. Una vez vino con Jerónimo Carmona y Carto Brandán, los músicos de su más reciente disco. Que difícil para mi fue ese concierto. Mucho antes estuvo en la Luis Ángel Arango con Satoshi Takeishi, una presentación única que debió haber estado llena de niños.

Ahora lo acompañó en la batería Ted Poor, ya mencionado. Me refiero a él porque de los que conformaron el grupo en esta ocasión, fue el músico que menos contacto había tenido con Arnedo y por lo menos en el concierto del León, fue de los más atrevidos. Muchos colombianos se sienten orgullosos de que ciertos aspectos rítmicos de la música costeña sean confusos para músicos de otras regiones del planeta. Ese cuento me ha parecido desde siempre una falacia, ya lo había rebatido Satoshi y ahora lo remató Ted Poor. Y si alguien tiene dudas, por favor remítase a la más reciente publicación de Pacho Dávila y escuche a Pheroan Aklaff, presente también en el “Bunde Nebuloso” de Monsalve.

VII.

Con el entusiasmo de la escena vivida con Lucía, le dije a Gina Savino, poco antes del concierto, “cuando cantes, va a salir el sol”. Qué poca cosa, casi al mismo tiempo se le vino aguacero. Bueno aguacero no, fue una dosis bien medida de gotas que con fortuna lograron ubicarme en ese estado de introversión acorde con el timbre sutil de esta hermosa bogotana.

Gina Savino, al igual que Claudia Gómez, poco nada tiene que ver con el imaginario recurrente de la voz femenina asociada a la diva jactanciosa. Todo lo contrario. Gina tiene un estilo único como resultado del buen gusto, del estudio y de muchos influjos que ella deja brotar con justicia, dando espacio cómodo para una tripleta excepcional con la que ronda en escenarios desde unos buenos meses para acá. Juan Carlos Padilla, bajista, Pedro Acosta, baterista, son músicos capaces de recrear el tipo de jazz que enmarcó esta práctica con esa odiosa etiqueta de “música para élites”. Pero justamente, gracias al férreo conocimiento de sus instrumentos en ejemplar armonía con el gozo, logran derribar por completo la barrera y en conclusión, producir felicidad con cada sonido.

El otro mosquetero, ilustre Jaime Andrés Castillo... podrían pasar horas de carreta. No tantas, eso si, como las que quisiera uno estar escuchando su manera de tocar, sin duda una lección de improvisación y multiplicidad estilística. Para mi, el guitarrista más creativo del festival, profundamente conmovedor en temas como “Desolación”, medio arabesco, o “Enamorao”, que si no me traiciona la memoria, cerró aquel bello concierto. Para ese momento había cesado la llovizna. Los ánimos calmados, como en hipnosis, cedieron con gusto al encanto del único solo como tal que tuvo Gina. Tal vez no, no lo sé, así lo sentí.

Creo que no hizo falta más, creo que no sobro nada. “Enamorao”, que bella canción.

VIII.

Gritos desgarrados de emoción, reacciones extáticas, vértigo inclemente, técnica desbordada, luces apropiadas, emoción, entrega, control, descontrol, libertad, amor, satisfacción, elegancia y vitalidad. “En ningún lugar”. En esas se me aparece de nuevo el sabio y me dice: “Pero ese jazz ya lo hemos escuchado...”. Yo estaba demasiado a gusto, no quería discutir, así que el sabio siguió con sus exposición objetiva de las circunstancias: “Demasiado redoble el de Anzola, tal vez si lo guardara para momentos especiales, brillaría más...”

El sabio sabe mucho, mucho en realidad. Y con sus conocimientos, que me transmite de vez en cuando, me hace reflexionar sobre mis gustos y de paso cuestiono con agrado mis inclinaciones emocionales. Tal vez lo que más me impactó de Anzola fue, paradójicamente, no haber escuchado en todo el festival, y antes en muy pocas ocasiones, un desborde tan controlado y salvaje a la vez, de música virtuosa. Muy virtuosa, si, pero ante todo música.

El sabio delató mi ignorancia. Yo, a diferencia de él, no había escuchado “ese jazz”. Por eso me gustó, porque lo más emocionante de la música es vivirla con esa ansiedad que por naturaleza siente el humano ante cualquiera nueva persona-animal-o-cosa. Me gustó porque uno mismo se reinventa en cada nueva oportunidad que tiene de encontrarse la música de frente. Porque si uno está dispuesto, puede sentir que cada concierto es una razón para seguir respirando con agrado.

IX.

La música es una buena causa y por eso su efecto a veces se pone peligroso. Que alegría. Me gusta Bogotá por sus limitadas oportunidades. Me gusta porque aquí es difícil hacer música, a la par de la bailable y de esa que no sirve para nada. Pero yo, mal católico, llego tan solo a ser un afortunado testigo que se dedica a escucharla donde quiera que aparezca. Por eso en parte intento no perderme Jazz al Parque. Y por eso, sobre todas las cosas, por eso mismito es que desde infante me ha gustado, me gusta e intentaré que me siga gustando la poderosa pachanga, esa que es viva, negra, sucia, pecadora y sin nombre.

Gracias.

Bogotá, septiembre 15 de 2009.

(A mi hijo Adán).